La semana de la pasión: Juicio, condena y crucifixión

Crucifixion Silhouetted at Sunset

Hablando todavía con Sus discípulos en el huerto de Getsemaní, “vino Judas, uno de los doce, y con él mucha gente con espadas y palos, de parte de los principales sacerdotes y de los ancianos del pueblo” (Mt. 26:47). Debido a que el gobierno de Israel era religioso, los sacerdotes funcionaban al mismo tiempo como los gobernantes del pueblo. Es por eso que Cristo fue llevado de inmediato a la residencia de Anás, antiguo sumo sacerdote, donde fue retenido hasta que se reunió un buen grupo del concilio en la casa de Caifás, actual sumo sacerdote y presidente del Sanedrín o máximo tribunal de Israel. Fue en la casa de Caifás, en plena madrugada, donde comenzó el juicio religioso propiamente dicho.

Y aunque el proceso apenas comenzaba, ya se habían cometido varias irregularidades. Por un lado, el arresto debía ser hecho por la acción voluntaria de los testigos que acusaban, no por las autoridades que habrían de juzgar el caso. En otras palabras, los jueces no podían actuar al mismo tiempo como fuerza pública. Tampoco era legal que se juzgara durante la noche a un hombre que podía ser condenado a la muerte de probarse su culpabilidad.

Pero los líderes religiosos de Israel tenían prisa en condenar a Jesús antes del amanecer, probablemente para cuidarse de la reacción de la multitud que se encontraba en Jerusalén celebrando la Pascua. Ellos sabían muy bien que las multitudes tienden a ser muy volubles y que podían tener reacciones inesperadas al enterarse del arresto de Jesús. Era mejor que se despertaran con la noticia de que el Señor ya había sido juzgado y condenado. Esto también les permitía reunir únicamente al grupo del Sanedrín que estaba contra Cristo, dejando fuera a los pocos que podían entorpecer el proceso, como hubiese sido el caso de Nicodemo o José de Arimatea.

Pero había algo más crucial todavía envuelto en todo esto. El gobierno romano había quitado al Sanedrín el derecho de aplicar la pena de muerte en caso de que un reo fuese declarado culpable. En tal caso, ellos debían juzgarlo primero en un tribunal religioso, pero la sentencia tenía que ser confirmada y ejecutada por una autoridad romana en un tribunal civil.

El problema era que ese día se celebraba la Pascua; de manera que ellos tenían que lograr que Jesús fuese condenado y ejecutado temprano en la mañana, antes de la puesta de sol, para así poder participar de la fiesta religiosa “con una limpia consciencia”. Con razón Cristo dijo de ellos en cierta ocasión que colaban un mosquito y se tragaban un camello.

La primera parte del juicio religioso consistía en presentar los testigos que acusaban al reo, una tarea nada fácil en un juicio de este tipo; de comprobarse que el testimonio era falso, la ley demandaba que el reo fuese absuelto de inmediato y que los testigos fuesen sentenciados a muerte por apedreamiento. En el caso de Jesús, los mismos jueces que se supone debían juzgar el caso sin parcialidad, se encargaron de buscar testigos falsos que atestiguaran contra él (comp. Mt. 26:59-60a). Finalmente aparecen dos testigos cuyos testimonios parecen tener cierto peso (vers. 60b-61); pero ni aún estos testigos concordaban entre sí (Mt. 14:59).

Mientras tanto el tiempo sigue avanzando y Caifás comienza a darse cuenta que el proceso se estaba estancando. Así que decide hacer uso de un recurso desesperado y totalmente ilegal: buscar la manera de que Cristo se incrimine a Sí mismo: “¿No respondes nada? ¿Qué testifican éstos contra ti? Más Jesús callaba. Entonces el sumo sacerdote le dijo: Te conjuro por el Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios” (Mt. 26:62-63).

Cuando alguien era puesto bajo juramento no tenía más alternativa que responder. Así que Cristo fue obligado a romper Su silencio: “Jesús le dijo: Tú lo has dicho; y además os digo, que desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo” (vers. 64). En una obvia alusión al Salmo 110 y a Daniel 7:13, el Señor no solo confirma ser el Mesías y el Hijo de Dios, sino que le dice a Caifás y a todos Sus acusadores que habría de llegar el día en que las cosas serían completamente a la inversa: Él sería el Juez y ellos los acusados.

Por supuesto, Caifás debió sentirse diabólicamente aliviado. Y fingiendo estar horrorizado por semejante blasfemia, rasga sus vestiduras diciendo: “¡Ha blasfemado! ¿Qué más necesidad tenemos de testigos? He aquí ahora mismo habéis oído su blasfemia. ¿Qué os parece? Y respondiendo ellos, dijeron: ¡Es reo de muerte!” (Mt. 26:65-66). Lo que sucedió a continuación fue absolutamente grotesco y salvaje: “Entonces le escupieron en el rostro, y le dieron de puñetazos, y otros le abofeteaban, diciendo: Profetízanos, Cristo, quién es el que te golpeó” (Mt. 26: 67-68).

Esto sucedió alrededor de las 3 de la mañana del viernes. En algún lugar del palacio de Caifás lo tuvieron retenido por unas 3 horas más, hasta la salida del sol; luego el Concilio se reunió de nuevo para ratificar el veredicto que había sido pronunciado unas horas antes y así cumplir el requisito de que un veredicto capital no podía pronunciarse de noche (Lc. 22:66-71). Pero el proceso no había concluido aún. Ahora era necesario que Cristo fuese condenado por una autoridad romana. Por lo que fue llevado delante del procurador a eso de las 6:30 am.

Ese procurador romano era Poncio Pilato, un hombre a quien la historia señala como un soldado inculto, cruel y con muy poco sentido común, que probablemente llegó a la posición de procurador de Judea y Samaria por haberse casado con Claudia Prócula, hija ilegítima de la tercera esposa del emperador Tiberio, y por lo tanto, nieta de César Augusto. Fue recomendado para ese puesto por uno de los hombres de confianza del emperador llamado Sejano, y comenzó su administración en el 26 d. C. Aborrecía a muerte a los judíos, y los judíos le aborrecían a él; le acusaban de todo tipo de crimen, de mala administración, de robo y de crueldad. Pero este fue el hombre designado por la providencia para lidiar con el caso de Jesús.

Juan nos dice en su evangelio que lo primero que hace Pilato, siguiendo el procedimiento romano, fue preguntar los cargos que tenían contra el Prisionero; a lo que los judíos responden molestos: “Si éste no fuera malhechor, no te lo habríamos entregado” (Jn. 18:30). Obviamente, eso no responde la inquietud de Pilato, así que les dice de manera cortante: “Tomadle vosotros, y juzgadle según vuestra ley”. A lo que los judíos respondieron: “A nosotros no nos está permitido dar muerte a nadie” (Jn. 18:31).

¿Cuál es, entonces, la acusación? Básicamente tres: que Jesús pervertía a la nación de Israel, que los incitaba a no pagar tributos al imperio y que decía ser un Rey. Ahora, noten que esa no fue la razón por la que Jesús fue condenado en el Concilio esa madrugada; pero ellos sabían que una acusación de blasfemia no tendría ninguna validez delante de un procurador romano, así que lo presentan ante Pilato como un enemigo de Roma. Pilato entra de nuevo al pretorio para interrogar al Señor, pero este interrogatorio termina desatando una guerra psicológica en el interior de este hombre cruel y supersticioso, como veremos en un momento.

Pilato pregunta a Jesús: “¿Eres tú el rey de los judíos?” (Jn. 18:33). A lo que el Señor le responde con otra pregunta: “¿Dices esto por ti mismo, o te lo han dicho otros de mí?” (Jn. 18:34). En otras palabras: “¿Me preguntas si soy Rey sobre la base de lo que mis acusadores dicen? Entonces la respuesta es: No, yo no soy la clase de rey que ellos suponen. Pero si me estás preguntando por ti mismo si en verdad soy un Rey, entonces te respondería que Sí.”

“Pilato le respondió: ¿Soy yo acaso judío? Tu nación, y los principales sacerdotes, te han entregado a mí. ¿Qué has hecho? Respondió Jesús: Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí. Le dijo entonces Pilato: ¿Luego, eres tú rey? Respondió Jesús: Tú dices que yo soy rey. Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la verdad. Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz. Le dijo Pilato: ¿Qué es la verdad? Y cuando hubo dicho esto, salió otra vez a los judíos, y les dijo: Yo no hallo en él ningún delito” (Jn. 18:35-38). A esta altura del juego Pilato parece estar bastante confundido en cuanto a la naturaleza de Jesús, pero no parece tener ninguna duda con respecto a Su inocencia, y así se lo hace saber al pueblo, que vuelve a pedir a gritos su condena.

En ese momento ocurre algo inesperado que arrecia la lucha psicológica de Pilato. Mateo nos relata en su evangelio que la esposa de Pilato le envía una nota urgente pidiéndole que no tenga nada que ver con la condena de ese Justo, “porque hoy he padecido mucho en sueños por causa de él” (Mt. 27:19). Para un hombre supersticioso como Pilato esa nota no podía pasar desapercibida. Su esposa no se atrevería a interrumpirle, a menos que hubiese tenido un sueño demasiado vívido, y probablemente muy aterrador. Así que Pilato está determinado a encontrarle una salida a este caso sin tener que condenar a Jesús, pero no sabe cómo.

Hasta que algunos en la multitud comenzaron a gritar diciendo que Cristo alborotaba al pueblo, “enseñando por toda Judea, comenzando desde Galilea” (Lc. 23:5). Al oír la palabra “Galilea” Pilato pensó que podía librarse del asunto enviando el caso a Herodes, que era el gobernador de esa región y que en esos días de la fiesta se encontraba en Jerusalén. Pero Herodes tampoco encuentra nada en Su contra digno de muerte, así que reenvía el caso a Pilato, quien una vez más ratifica la inocencia del acusado (Lc. 23:13-15).

Vuelve de nuevo el vocerío, y a Pilato se le ocurre otra idea. Era costumbre en la fiesta de la Pascua liberar algún preso, el que el pueblo pidiera; y Pilato astutamente puso al pueblo a elegir entre Cristo y un preso famoso y despreciable llamado Barrabás, suponiendo por lógica que el pueblo iba a preferir a Jesús. Pero instruidos previamente por los sacerdotes, la multitud pide a gritos que soltara a Barrabás y condenara a Jesús (Lc. 23:18-19). Una vez más Pilato ratifica ante el pueblo que no encuentra ningún delito en Él. Pero los judíos siguen pidiendo a gritos que sea crucificado (Lc. 23:21).

Pilato entonces cambia su táctica y decide maltratar a Jesús de tal manera que la multitud saciara su sed de venganza y desistiera de su deseo de verle crucificado. Así que, pasando por alto todos los derechos del acusado a quien él mismo ha declarado inocente, ordenó a los soldados que lo azotaran. El comentarista Hendriksen describe con detalles lo que ese castigo implicaba: “El azote romano consistía en un corto mango de madera al que estaban atadas varias correas con los extremos provistos con trozos de plomo o bronce y pedazos de hueso muy aguzados. Los azotes se dejaban caer especialmente sobre la espalda de la víctima, que estaba desnuda y encorvada. Generalmente se empleaban dos hombres para administrar este castigo, uno azotando desde un lado, otro desde el lado opuesto, con el resultado de que a veces la carne era lacerada a tal punto que quedaban a la vista venas y arterias interiores y a veces aun las entrañas y los órganos internos aparecían por entre las cortaduras” .

Pero Pilato se equivocó completamente al pensar que la visión de tanto dolor calmaría la crueldad del pueblo. En vez de sentir compasión el odio de los judíos se acrecentó todavía más al pensar que un Hombre tan desfigurado por los golpes clamara ser su Mesías: “Cuando le vieron los principales sacerdotes y los alguaciles, dieron voces, diciendo: ¡Crucifícale! ¡Crucifícale! Pilato les dijo: Tomadle vosotros, y crucificadle; porque yo no hallo delito en él. Los judíos le respondieron: Nosotros tenemos una ley, y según nuestra ley debe morir, porque se hizo a sí mismo Hijo de Dios. Cuando Pilato oyó decir esto, tuvo más miedo 2 (Jn. 19:6-8). Pilato ya tenía miedo, pero ahora el miedo se había acrecentado. La superioridad de Cristo por un lado, la nota de su esposa por el otro, y escuchar ahora que Él pretendía ser el Hijo de Dios, era demasiado para él.

Así que entra de nuevo al pretorio, y muy probablemente lleno de angustia le pregunta al Señor: “¿De dónde eres tú?” (Jn. 19:9). Pero el Señor no le responde una sola palabra. Pilato, entonces, decide ocultar su temor fanfarroneando: “¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para crucificarte, y que tengo autoridad para soltarte? Respondió Jesús: Ninguna autoridad tendrías contra mí, si no te fuese dada de arriba; por tanto, el que a ti me ha entregado, mayor pecado tiene” (Jn. 19:10-11).

El aparato emocional de Pilato está llegando a su límite y los judíos se dan cuenta. Así que deciden jugar una última carta: “Desde entonces procuraba Pilato soltarle; pero los judíos daban voces, diciendo: Si a éste sueltas, no eres amigo de César; todo el que se hace rey, a César se opone. Entonces Pilato, oyendo esto, llevó fuera a Jesús, y se sentó en el tribunal en el lugar llamado el Enlosado, y en hebreo Gabata. Era la preparación de la pascua, y como la hora sexta. Entonces dijo a los judíos: ¡He aquí vuestro Rey! Pero ellos gritaron: ¡Fuera, fuera, crucifícale! Pilato les dijo: ¿A vuestro Rey he de crucificar? Respondieron los principales sacerdotes: No tenemos más rey que César” (Jn. 19:12-15).

Sintiéndose acorralado, dice en el evangelio de Mateo que Pilato “tomó agua y se lavó las manos delante del pueblo, diciendo: Inocente soy yo de la sangre de este justo; allá vosotros. Y respondiendo todo el pueblo, dijo: Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos” (Mt. 27:24-25).

Hay dos cosas que saltan a la vista en este relato: Jesús fue condenado siendo inocente a través de un proceso judicial completamente viciado, pero Él tomó la decisión de no defenderse. Cristo guardó silencio delante de los líderes religiosos de Israel (Mt. 26:62-63), delante de Pilato (Mr. 15:3-5) y delante de Herodes (Lc. 23:8-11). Allí se cumplió aquella profecía que había sido pronunciada por el profeta Isaías unos 700 años antes: “Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca” (Is. 53:7).

Hubiera sido muy sencillo para Él señalar todas las violaciones a las leyes judías y romanas que se habían cometido en el proceso. Pero no se defendió, porque a pesar de Su inocencia, Él estaba sustituyendo a pecadores culpables que merecían ser condenados. Ese viernes en la mañana Cristo asumió en silencio nuestra culpa, no delante del tribunal de los hombres, sino delante del tribunal de Dios. El justo murió por los injustos, como dice Pedro en su primera carta (1P. 3:18). Y en la providencia de Dios, la mejor ilustración de ese intercambio la encontramos en esta misma historia en la persona de Barrabás.

Marcos y Lucas nos dicen que Barrabás era un homicida y un sedicioso; y Juan añade que era un ladrón. Si había alguien que merecía la pena capital, era sin duda Barrabás. Pero repentinamente las cosas toman un giro inesperado. Cuando Pilato pone al pueblo a elegir, le piden que suelte a Barrabás. Por uno de esos misterios de la providencia el destino de este hombre queda irremisiblemente ligado al de Jesús. Si Jesús es absuelto Barrabás es condenado; pero si Cristo es condenado, Barrabás es absuelto. Su vida depende de que condenen a Jesús.

Finalmente se proclama el extraño veredicto: Cristo es inocente, pero debe ser crucificado. Y Barrabás recibe la absolución. Y no se requiere de mucha imaginación para visualizar lo que probablemente ocurrió ese día. Mientras María desgarraba su alma al ver a su Hijo inocente sufriendo los horrores de la cruz, en la casa de Barrabás recibían la increíble noticia de que este ladrón, homicida y sedicioso había sido libertado.

Me pregunto si Barrabás fue uno de los que contemplaron aquel día la crucifixión, y si mirando a Jesús colgado del madero le habrá pasado por la cabeza que ese lugar había estado reservado para él. Barrabás es una ilustración perfecta de lo que en verdad ocurrió en ese juicio y en esa cruz. Cristo no estaba allí por culpa Suya, sino por culpa nuestra. Él fue apresado, juzgado y condenado a morir en el tribunal de los hombres, para que nosotros pudiésemos ser absueltos en el tribunal de Dios.

“El justo (murió) por los injustos, para llevarnos a Dios” (1P. 3:18). O como escribió el profeta Isaías, 700 años antes del nacimiento de nuestro Señor Jesucristo: “Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Is. 53:4-6).