¡Eres un legalista!

Muchos hemos sido tachados de “legalistas” por privarnos de un gusto o por sugerir a otros la renuncia de algunas de sus libertades, o por exhibir una vida cristiana regulada por principios bíblicos. La censura es una reacción espontánea que se intensifica tanto más una persona se proponga vivir una vida conformada a los mandamientos de Dios.

El reproche proviene de cristianos que se precian de centinelas de la gratuita gracia de Dios en el evangelio. Aunque cuando uno lo examina con mayor atención, la censura -en muchos de ellos- deja traslucir un recelo por la pérdida de libertades personales que “deben protegerse a toda costa”. Pocos censores entienden el delicado equilibrio entre la ley y la gracia de Dios, menos son capaces de aplicarlo a las diferentes facetas de la vida cristiana atinadamente.

Curiosamente, la Biblia nunca usa el término “legalismo”. De ahí que no es tan fácil desentrañarlo. El concepto popular parece apuntar al uso subversivo de la ley en contra de la gracia de salvación que rebosa en el evangelio. Sin duda toda insinuación de que la ley pueda o deba de agregar a los méritos de la gracia son condenados hasta el paroxismo en las Escrituras por dos importantes razones. En primer lugar, prescindir de la gracia para salvarse por el cumplimiento de la ley muestra una fatal inconsciencia de la incapacitadora corrupción de todo hombre para cumplir aun un ápice de la ley de Dios. Asimismo porque constituye un photobomb de la misericordia de Dios manifestada en el evangelio, un robo de Su gloria de Dios a manos del ratero del mérito propio.

Este uso de la ley es la esencia y el colmo del legalismo. Se ve claramente protagonizado por el fariseo en el NT. Un ser ciego a su corrupción personal y cuyas oraciones eran netamente presunciones de sus hazañas meritorias carentes de cualquier invocación a la misericordia de Dios -ver ilustración de esto mismo en Lucas 18.11 .

Este legalismo es letal, de la misma calaña que el que fue practicado por los judíos que crucificaron a Jesús y no tuvieron lugar para la gracia de Dios en su esquema, pues tal como Pablo afirmó: “procuran establecer su propia justicia y desechan la justicia de Dios” (Romanos 10.3).

Ahora bien, existen otros venenos legalistas que no son de muerte. Legalismos que plagan al pueblo de Dios rumbo a la santificación. Que la entorpecen, aunque no alteran un ápice la justificación. Entre ellos están:

El legalismo de obras externas que no vienen acompañadas de una actitud interna

La Biblia nos llama a una obediencia de adentro hacia afuera. Cuando la conducta resulta mecánica, hueca, desprovista de obediencia interna de corazón tropezamos en legalismo. He aquí la diferencia entre la moralidad y la espiritualidad. La moralidad se conforma con una “buena conducta”, una respetable “etiqueta social”.

La espiritualidad en cambio comienza con un nacimiento espiritual, un trasplante de corazón que genera un nuevo palpitar al ritmo de los los mandamientos de Dios, impelido por el Espíritu, y que genera obediencia tanto en el hombre interno como el externo.

El legalismo de convertir en norma universal lo que debe considerarse como preferencia particular de cada creyente

A diferencia del pluralismo y el relativismo de hoy día, la Biblia establece absolutos inamovibles que se conforman al diseño original de Dios y a su ley. El matrimonio heterogéneo no es un bosquejo social preliminar abierto a revisiones, es al diseño oficial de Dios; Dios creó al varón y la hembra para que estos dos mediante el matrimonio fueran uno. Esto es absoluto. Los diez mandamientos, asimismo son absolutos, y no están abiertos a preferencias o modificaciones personales.

La Biblia, No obstante, clasifica ciertas convicciones como preferencias de conciencia. Todo el capítulo 14 de Romanos, delinea la diversidad de convicciones entre los creyentes conforme a sensibilidades de conciencia individual.

Fuera de los mandamientos que claramente obligan a todos por igual, cada uno debe formular sus propias convicciones, pero también, debe abstenerse de imponerlas colectivamente: ¿Tienes tú fe? Tenla para contigo delante de Dios. Bienaventurado el que no se condena a sí mismo en lo que aprueba Ro 14.22.

Cuando aquel que por motivos de conciencia se abstiene de ir al cine, o de escuchar cierto estilo de música o de adoptar cierta moda de vestido e impone sus prácticas como normas para de los demás, deja de ser un hermano y e intenta ser el Señor de sus conciencias.

El legalismo de requerir el cumplimiento de los mandamientos de Dios con la misma rigidez de la ley civil.

Clásico síntoma de individuos mandones, es requerir en sus familias o en la iglesia el cumplimiento de ciertos mandamientos con el mismo vigor que las leyes civiles de Israel, o de la sociedad en la que viven.

La sociedad se rige por leyes absolutas que no dan lugar a una segunda oportunidad. La primera vez que uno se pasa un alto, el policía lo detiene. La primera vez que nos rehusamos a pagar los impuestos, el fisco no penaliza. Esta no es la atmósfera en la que puede operar la iglesia. Cuando un pastor recrimina a sus ovejas en cuanto no ponen el diezmo en la charola, o exhorta a los hermanos tan pronto se ausentan de la iglesia, imponen un régimen de cumplimiento civil ajeno al espíritu considerado de la gracia de Dios.

El fruto espiritual del creyente es real y tangible, pero también imperfecto. Las buenas obras del cristiano (fruto y no raíz de su salvación) viene acompañadas de inconstancias, inconsistencias e imperfecciones que no cesarán sino hasta su glorificación. La gracia del perdón de Dios no termina con la justificación, continúa lloviendo a cántaros durante la santificación del creyente.

El legalismo por la aplicación literal que por el sentido espiritual de la ley

Esta es la gran lección de Jesús quien no vino a abrogar, sino a cumplir la ley. Su primer punto fue descalificar la interpretación y práctica farisea de una conformidad a la ley angosta, externa, seca, árida y superficial. En el sermón del monte Jesús se dedica, punto a punto exponer la espiritualidad de la ley y a enseñar la profundidad que reviste cada mandamiento.

Todo creyente que mientras respeta la propiedad privada, recorta a escondidas su horario laboral, o esconde detalles en sus declaración de impuestos, está incubando el legalismo. Conoce la letra, pero desconoce el espíritu del octavo mandamiento. El creyente debe profundizar más allá de las superficialidades de la ley y ahondar en su relleno espiritual, pues la letra mata, mas el espíritu vivifica.

Todos estos rasgos de legalismo no entran en conflicto empeño del creyente de usar la ley como un patrón en la jornada de la santificación. La gracia del evangelio en ningún momento priva al creyente de deleitarse en las maravillas de Su ley. Para el creyente de hoy, el Salmo 119 no ha caducado y sigue siendo un tónico tanto como lo fue para David, pues este enmarca la ley y la gracia de Dios en perfecta convivencia.

Lo que los inspectores del legalismo deben reflexionar antes de disparar su acostumbrada censura, es que la Biblia que condena el opacamiento de la gracia por la ley igualmente recomienda el uso atinado de la misma en la vida cristiana. Pues tal como Pablo afirma: la ley es buena, si uno la usa legítimamente.