El trasfondo religioso de la Reforma Protestante

La noche del 31 de Octubre de 1517, un monje alemán llamado Martín Lutero clavó unas proposiciones teológicas en la puerta de una Iglesia en Wittemberg, con el propósito de ser discutidas; y, como dice un historiador, “en el plazo de una quincena, toda Europa se hizo eco del sonido de los martillazos.”[1] Aunque el mismo monje agustino no lo sabía, esa noche había comenzado la Reforma.

Ahora bien, ¿qué estaba sucediendo en el mundo, a nivel político, económico, social y reli­gioso, que permitió que un sólo hombre pusiese a temblar los cimientos de la institución más poderosa del mundo? Eso es lo que veremos brevemente en estos artículos. Pero antes, quisiera que echemos un vistazo al enorme poder que la Iglesia Católica Romana ejercía en Europa durante la Edad Media, porque sólo así podremos entender lo que significó para Lutero y los reformadores enfrentarse con esta institución en el siglo XVI.

El Catolicismo Medieval:

Es muy conocido el dicho de que todos los caminos llegan a Roma. Pues ese refrán se puede aplicar a la situación religiosa de Europa durante la Edad Media. Basados en las palabras de Cristo en Mateo 16:18, el catolicismo enseñaba que la iglesia cristiana fue fundada sobre el apóstol Pedro, quien había sido martirizado y enterrado en Roma.

En ese período de la historia prácticamente nadie cuestionada eso. Todos reconocían a la Iglesia Católica Romana como madre espiritual, y al Papa, el supuesto sucesor de Pedro y vicario de Cristo en la tierra, como el padre espiritual. Fuera de esa paternidad no había salvación para nadie. De manera que la iglesia Católica Romana controlaba prácticamente todos los aspectos de la vida humana desde la cuna hasta la tumba.

El Papa tenía autoridad para nombrar obispos, los cuales a su vez ordenaban a los sacerdotes, los cuales a su vez podían administrar los siete sacramentos a través de los cuales se suponía que Dios dispensaba Su gracia: el bautismo, la confirmación, la Misa, la penitencia, el matrimonio, la ordenación y la extremaunción.

Los sacramentos:

A menudo se hablaba de los siete sacramentos como las siete arterias del Cuerpo de Cristo, a través de las cuales el creyente recibe los beneficios vitales de la gracia de Dios. A través del bautismo, el primer sacramento, el niño era hecho parte de este sistema de salvación, ya que a través de este rito se supone que el niño es purificado del pecado original y hecho partícipe de la gracia.

Pero el centro de este sistema sacramental era la Misa, donde el cuerpo de Cristo es ofrecido nuevamente como un sacrificio (contradiciendo así las claras enseñanzas de la carta a los Hebreos, sobre todo en los cap. 9 y 10).

Al decir que los sacramentos son medios a través de los cuales el hombre se hace partícipe de la gracia de Dios, es importante que entendamos que el concepto de gracia de la Iglesia Católica Romana difiere del concepto bíblico de “gracia”. Según la iglesia Católica, el ser humano no puede hacerse justo ni amoroso a sí mismo, a menos que Dios haga en nosotros una obra de capacitación a través de Su gracia, gracia que llega a nosotros a través de los sacramentos. En la medida en que nosotros actuamos por el influjo de esa gracia y nos hacemos más amorosos y más justos, en esa misma medida Dios nos justifica. “En ese modelo, la gracia de Dios era el combustible que necesario para llegar a ser una mejor persona, más justa, más santa, más amorosa”[2].

Por supuesto, ¿cómo puede una persona, dentro de ese sistema, saber si ha sido lo suficientemente justo, santo y amoroso? ¿Cómo podemos saber si hemos hecho nuestro mejor esfuerzo? Es imposible de saberlo; y es precisamente por esa razón que debemos de hacer uso del sacramento de la confesión de manera regular.

Sin embargo, eso tampoco aseguraba nada, sobre todo si uno tomaba en serio la práctica de la confesión. El sacerdote iba a través de una lista oficial haciendo un escrutinio del penitente en el que nadie concienzudo podía salir bien parado. Pero para eso la iglesia también tenía una respuesta: El Purgatorio. Antes de llegar al cielo, los hombres debían ir a ese lugar a purgar aquellos pecados que no habían sido debidamente tratados en vida, exceptuando únicamente los pecados mortales.

En este punto entraba en juego otro de los puntales del catolicismo medieval: el culto a la Virgen y a los santos.

El culto a la virgen y a los santos:

Este culto se popularizó debido, en parte, a la forma como Cristo era presentado durante la Edad Media: como un Juez terrible al que no podíamos acceder directamente debido a Su santidad. Eso alentó la idea de tratar de llegar a Jesús a través de Su madre. Pero con María ocurrió algo similar a lo que ocurrió con Jesús; si era difícil acercarse a la Reina del cielo, podía hacerse el intento a través de los santos.

Por supuesto, la Iglesia Católica insistía en que ni María ni los santos debían ser adorados, sino únicamente venerados; pero esa era una distinción muy sutil que la gente común y corriente, muchos de ellos analfabetos, difícilmente iban a entender. Una estatua de la Virgen María no podía enseñar a los católicos fieles la diferencia teológica que había entre la adoración y la veneración.

Las indulgencias:

Otro aspecto importante del catolicismo medieval fue el de las indulgencias. Cuando una persona se confesaba ante el sacerdote éste le imponía varios actos de penitencia de acuerdo con el pecado cometido. Los pecados que no eran tratados adecuadamente en esta vida debían ser purgados en el purgatorio.

La buena noticia es que algunos santos habían sido tan buenos que no sólo merecían entrar al cielo directamente, sin pasar por el purgatorio, sino que tenían un superávit de méritos. Éste tesoro de méritos era administrado por el Papa, el cual podía adjudicárselos al que le faltara. Estos dones de méritos son las indulgencias.

En un principio esas indulgencias eran ofrecidas a los que participaran en la primera Cruzada; pero a medida que la iglesia se vio necesitada de dinero, comenzaron a ser vendidas. Como veremos más adelante, el escándalo por la venta de indulgencias en Alemania fue la chispa que encendió la Reforma.

Pero algunos cambios comenzaron a ocurrir, sobre todo a partir del siglo XIV, que amenazaban ese reinado incuestionable de la iglesia, como veremos en nuestro próximo artículo.