Dios ora por ti

Una de las sensaciones más punzantes durante las aflicciones es la del cielo cerrado a nuestros ruegos. Cuando al igual que Job gemimos “clamo a ti y no me oyes”. Cuando la más intensa oración no parece tomar vuelo. Cuando suplicamos a otros a suplicar por nosotros por si acaso Dios escuche el tono rotundo de nuestra plegaria.

Él, por su lado, no es espectador pasivo. Su minuciosa soberanía, que hasta todos nuestros cabellos tiene contados, dirige la tormenta pero no desde el frío laboratorio sino desde el cálido recinto de oración. Increíble pero cierto, Dios también tiene un recinto de oración. De hecho: dos.

¿Pero cómo?, ¿acaso no es El, objeto de nuestra oración y no el sujeto que ora? ¡A Él se le ora, pero Él no ora!,  ¡ÉL responde, no realiza oración!, pues ¿cómo podría Dios orar asimismo?, ¡sería una absurda antinomia!

No nos corresponde desentrañar este misterio. Lo que si sabemos es que la Trinidad se desglosa como Dios en tres personas con individualidad interactiva. Y la interacción más crítica a todo cuanto en la vida nos sucede, es la intercesión de Cristo, y la del Espíritu Santo. Ambos levantan oración por ti al Padre, con un enfoque y recinto propio de cada uno.

 

La intercesión de Cristo

El recinto de oración de Cristo es el trono “del deseo cumplido”. Pues todo pedido se cumple al que está sentado a la diestra del Padre. Así se intuye de Pablo: Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros  (Ro 8:34). Toda amenaza es contrarrestada por Su intercesión.

La idea de esta intercesión causa desconcierto a primera vista, pues ¿Por qué habría Cristo de orar cuando con su muerte todo quedó consumado, toda redención garantizada. Él ha entrado a su reposo y anda en una especial de vacación celestial.

La mayoría de Cristianos desconocen que la obra de Cristo es una cadena de eventos imprescindibles e inseparables. Cristo murió por nosotros, resucitó por nosotros, se sentó a la diestra del juez por nosotros, y ahora, intercede por nosotros. Avalada por su muerte, su intercesión nos sostiene día a día. A manera de hablar, cada vez que Cristo pide algo, muestra al Padre las heridas en sus manos, símbolo del irrefutable e inagotable cofre de su mérito por el que le es concedida la porción de gracia y providencia favorable necesarias para nuestra preservación.

Por ella, ninguna de las inclemencias de la prueba: hambre, desnudez, tentación, peligro o espada nos pueden despedazar. Pedro, lo vivió en carne propia. El diablo lo seleccionó para zarandearlo  (Lucas 22:31), Cristo intercesor se interpuso y pudo vivir para contarla. Pues ningún cristiano puede batirse con el diablo por sí solo y salir ileso y mucho menos fortalecido.

¡Cristiano, cobra aliento! Poco son la suma de tus oraciones y la de todos tus hermanos en comparación a la intercesión de Cristo. Él pagó un alto precio por ti, y por más que arrecie la tormenta intercederá para que su preciada posesión se sostenga.

 

La intercesión del Espíritu

Por si fuera poco, existe una segunda potencia intercesora. El Espíritu que intercede no desde un trono sino dentro la pocilga de nuestro corazón.

La cruenta jornada por un mundo caído y la inclemencia de las aflicciones desorienta de la voluntad de Dios. El Espíritu “intercede por nosotros con gemidos indecibles mas el que escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu, porque conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos” Romanos 8:26-27. No cabe duda que todos debemos mejorar nuestra vida de oración, sin embargo no importan cuan desatinadas sean estas para cuando llegan al cielo son tan perfectas como si el mismo Cristo las haya levantado. El Espíritu Santo es el editor de nuestras oraciones, con gemidos indecibles las re-escribe para que sintonicen a la voluntad de Dios agradable y perfecta.

Dichosos somos al sabernos rodeados de las oraciones de Dios, de arriba a abajo y de abajo a arriba. Son como la inspiración divina. En los libros proféticos Dios viene a los profetas, en otros libros como los Salmos, la inspiración es de abajo a arriba, los hombres vienen a Dios inspirados por el mismo Espíritu.

No se trata de abandonar la oración y depender únicamente de la intercesión de Cristo y del Espíritu. Más a causa de esta realidad, nuestras oraciones nunca son arrojadas al tacho del desperdicio, son depositadas en el corazón de un Padre afectuoso y compasivo.

¡Cristiano, cobra aliento! Durante el valle de lágrimas, Dios está tanto en el cuarto de control, como en el recinto de oración. Su oración por ti es, para que como Job exclamó, salgas de la prueba como oro, pues somos su tesoro.