La ética en la educación sexual: panel en el Grupo de Acción Cristiana RD

Hasta hace relativamente poco tiempo, a través de la historia de las naciones occidentales la ley y la moralidad que se deriva del cristianismo han caminado una al lado de la otra, con una relación indispensable, ya que las leyes públicas eran concebidas como la codificación de una cosmovisión moral.

Y aún aquellos que no profesaban la fe cristiana en el sentido en que la Biblia define tal cosa, funcionaban bajo la premisa de que existe un conjunto de normas morales establecidas por el Creador del universo, que trascienden las diferencias culturales y las preferencias personales.

Es sobre la base de esa premisa que podemos evaluar las leyes promulgadas por un organismo legislativo, como justas o injustas. Usualmente no nos limitamos a manifestar nuestro agrado o desagrado en relación a ciertas leyes, sino que las etiquetamos sobre la base de ciertos valores morales absolutos sobre los cuales descansan nuestros derechos.

Por ejemplo, si en nuestro país se promulgara una ley para expropiar todas las residencias de una manzana completa, para construir allí una nueva sede del partido de gobierno, seguramente sería calificada como una ley injusta, porque todos creemos que el derecho a la propiedad privada debe estar incluido en los criterios de justicia a los que toda ley debe ajustarse. En ese sentido, todos tendemos a aceptar a priori que la moral es absoluta, no relativa.

Sin embargo, desde hace ya varias décadas esa premisa está siendo sistemáticamente atacada por una élite urbana, como le llama el sociólogo Peter Berger, que sin ser mayoritarias en número, “son las que controlan las instituciones que proveen las ‘definiciones’ oficiales de la realidad”, tales como la ley, la educación, los medios masivos de comunicación, la academia, la publicidad.[1] Consecuentemente, las normas morales sobre las cuales se construyó el mundo civilizado se han ido esfumando poco a poco de la conciencia colectiva de nuestra sociedad occidental.

A tal punto que cualquiera que se atreva a defender hoy día la existencia de valores morales absolutos se arriesga a ser considerado como un intolerante que no tiene derecho a ser escuchado en la palestra pública. Por supuesto, todos estamos de acuerdo en que la tolerancia es una virtud, siempre que la entendamos como la capacidad de aceptar que otros puedan tener puntos de vistas contrarios a los nuestros y no perseguirlos por ello. Voltaire dijo en cierta ocasión: “Yo puedo estar en desacuerdo con lo que has dicho, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”.[2]

En esta versión tradicional de tolerancia, primero tenemos que estar en desacuerdo para que tengamos la oportunidad de tolerarnos. Pero lamentablemente este concepto ha sufrido un cambio radical en los últimos años. Ser tolerante en el día de hoy significa aceptar que nadie tiene derecho a pasar juicio sobre las acciones de otros y muchos menos a expresar, aunque sea respetuosamente, que alguien está equivocado o que está actuando mal.

Como resultado de todo esto hemos cosechado una profunda crisis de valores y de significado que está minando la fibra moral del hombre contemporáneo. La línea que separa el bien y el mal, y lo justo de lo injusto, se está haciendo cada vez más difusa; y las consecuencias están allí a la vista de todos. Aún aquellos que se afanan por defender el relativismo moral, se quejan muchas veces por la falta de conciencia ciudadana o por los males sociales que plagan nuestra sociedad.

Como dice C. S. Lewis en La Abolición del Hombre: “Con una especie de simplismo atroz, extirpamos el órgano y exigimos la función… Nos reímos del honor y luego nos sorprende descubrir traidores en medio nuestro. Castramos y apostamos a que el caballo castrado sea fértil”.[3]

Lamentablemente, cada vez es mayor el número de voces que aboga por una nación sustentada sobre la base de este relativismo moral, como el medio indispensable para el progreso de nuestra civilización y la preservación de las libertades individuales. Por lo tanto, ir en contra de esa agenda es promover un discurso de odio, oponerse al progreso y limitar la libertad del individuo.

Pero lo cierto es que este relativismo moral está siendo levantado sobre algunos argumentos falaces que están siendo muy bien mercadeados por esta élite urbana de la que hablábamos hace un momento. Por ejemplo, se nos quiere vender la idea de que la diversidad de culturas necesariamente implica diversidad de normas y prácticas morales. “Si existen diversas culturas en el mundo, dicen ellos, ¿no es ilógico pensar que existan también normas morales universales y absolutas?”.

Pero ¿acaso no existe la posibilidad de que algunas normas morales sean correctas y otros no? Cuando Guillermo Carey fue de misionero a la India se opuso militantemente a la práctica del satí, es decir, el rito de quemar viva a la viuda juntamente con el cadáver de su marido. Y todos aplaudimos esa iniciativa, porque aceptamos implícitamente una norma moral absoluta que trasciende los límites nacionales y culturales.

Y lo mismo podemos de la mutilación genital femenina que se practica todavía en algunos países africanos y del Medio Oriente; estoy seguro que esta élite “progresista” no dudaría en catalogar esta práctica como violencia de género, porque eso es precisamente lo que es, independientemente de la diversidad cultural.

Por otra parte, la diversidad en prácticas culturales no implica necesariamente una moralidad distinta; muchas de esas prácticas diversas se encuentran enraizadas en un mismo principio moral. Por ejemplo, la forma de mostrar respeto a nuestros seres queridos que mueren puede variar de un lugar a otro; en algunos lugares son incinerados y en otros son enterrados, pero tanto una práctica como la otra responden a un principio moral común.

Otros nos dicen que las normas morales no son más que conductas aprendidas y que, por lo tanto, pueden cambiar de lugar en lugar y de generación en generación. Pero si hay algo que nos enseña la historia es que siempre ha habido personas que han sido capaces de elevarse por encima de su cultura y hacer una evaluación crítica de sus prácticas morales, como es el caso del juramento hipocrático, que data del siglo V a.C.

En una cultura que no siempre trató la vida humana con la debida dignidad, este juramento contiene la siguiente declaración: “A nadie daré una droga mortal aún cuando me sea solicitada, ni daré consejo con este fin. De la misma manera, no daré a ninguna mujer supositorios destructores; mantendré mi vida y mi arte alejado de la culpa”. Aquí tenemos un ejemplo de alguien que tuvo la capacidad de pasar un juicio crítico sobre su propia cultura y llegar a conclusiones más coherentes con la dignidad humana al oponerse al aborto y a la eutanasia.

Otro de estos argumentos falaces es que el mejor tipo de sociedad es aquella que se rige por normas seculares, completamente desconectadas de toda creencia religiosa. “Debemos mantener a toda costa la separación entre la iglesia y el estado”, dicen ellos.

Ahora bien, ¿realmente existe la posibilidad de construir un estado absolutamente secular? Por más atractiva que esta idea resulte para muchos, en realidad no es más que una utopía, por la sencilla razón de que el estado tiene que lidiar constantemente con cuestiones que no son seculares en absoluto.

Es una falacia pretender tratar con todos aquellos conceptos que servirán de base a la promulgación de las leyes, tales como valores, la moralidad, el significado de la vida o la identidad humana, desde una postura netamente secular; porque de una forma u otra todos traerán a la mesa de discusión sus propios conceptos sobre la existencia o inexistencia de Dios, o sus propias ideas de lo que constituye el bien mayor, tanto para el individuo como para la colectividad.

Es discriminatorio, entonces, tratar de acallar la voz de los cristianos en ese foro público, sobre la premisa de que nuestras opiniones son religiosas, porque a la larga todas las opiniones que se emitan en esa plataforma serán tan esencialmente religiosas como los argumentos religiosos que ellos rechazan.[4]

Pensemos en el aborto, por ejemplo. ¿Cómo vamos a determinar la naturaleza del nonato? ¿Quién define el momento en que una vida humana comienza a ser sagrada y digna de protección?

O ¿cuáles son los valores que debemos colocar como prioritarios al legislar sobre este asunto, el derecho que tiene la madre a decidir si continúa con el embarazo o el derecho que tiene la criatura en gestación a ser protegida? Cualquiera que sea nuestro proceso de argumentación, será imposible mantenerlo en un terreno netamente secular.

De modo que si los cristianos abogamos por valores morales absolutos de ninguna manera estamos atentando contra la separación de la iglesia y el estado (una idea, por cierto, que surgió dentro del seno del cristianismo).

En una democracia liberal se debe permitir en el debate la participación de todos los que tengan algo que aportar, cualquiera que sean sus convicciones religiosas o filosóficas. Este es un principio fundamental de toda democracia deliberativa.

Por supuesto, la mayor contribución de la iglesia no es la de tratar de moralizar a la nación, sino la de predicar el mensaje del evangelio, por medio del cual los individuos son reconciliados con Dios a través de la persona y la obra de Cristo, y transformados por el poder del Espíritu Santo. Aunque debemos señalar que la historia ha sido testigo una y otra vez de los beneficios colaterales que han producido los grandes avivamientos del cristianismo a nivel social.

Pero como ciudadanos que somos de la nación, los cristianos no solo tenemos una contribución que hacer en este debate moral, sino que tenemos la obligación de hacerlo por causa del mandato de nuestro Señor Jesucristo de amar a Dios con todos nuestro corazón, con toda nuestra alma y con toda nuestra mente, y amar al prójimo como a nosotros mismos. No es el odio ni la discriminación fanática la que motiva nuestro discurso, sino una genuina preocupación por el bien común.

Por eso nos oponemos con firmeza a toda campaña publicitaria que promueva, directa o indirectamente, la promiscuidad sexual entre nuestros jóvenes adolescentes, pasando por encima a la autoridad de los padres y, a final de cuentas, a la autoridad de Dios mismo revelada en Su Palabra; no solo porque consideramos pecaminosa la práctica de la sexualidad fuera del marco del compromiso responsable y permanente del matrimonio, sino también por las enormes consecuencias emocionales y físicas que muchos de nuestros jóvenes cosecharán (y que no se solucionan repartiendo preservativos), así como los males sociales que esto produce a la corta o a la larga:

Incremento de adolescentes embarazadas, enfermedades de transmisión sexual, daños morales y emocionales al cambiar de una pareja sexual a la otra, y una visión distorsionada del sexo y del matrimonio, entre otras cosas.

Los cristianos consideramos el sano disfrute de nuestra sexualidad como un regalo de Dios, no como algo sucio y pecaminoso; pero, precisamente por eso, queremos preparar adecuadamente a nuestros jóvenes para que hagan un buen uso de ese regalo, en el momento y en la forma debida, y puedan disfrutar de una sexualidad más plena y satisfactoria.

Y lo mismo podemos decir de nuestra oposición al matrimonio homosexual. Cada vez más aumenta el número de voces que claman por el derecho que tienen las personas del mismo sexo a casarse y contar con los mismos derechos de las parejas heterosexuales, como si se tratara de un asunto privado que no afectará en nada al resto de la población que tiene otras preferencias sexuales. Pero ¿de verdad creemos que una redefinición del matrimonio, como la unión permanente entre un hombre y una mujer, no causará ningún impacto social en la nación? Si vamos en el mismo bote y tú decides abrir un hueco en el fondo de tu parcela los dos sufriremos las consecuencias.

Es interesante notar que en los países donde el matrimonio homosexual ha sido legalizado, el número de parejas del mismo sexo que ha decidido casarse está entre un 1.5% y un 3% de la totalidad de la población homosexual. Sin embargo, en esos mismos países la tasa de matrimonios heterosexuales ha decaído grandemente, trayendo como resultado, entre muchos otros, un incremento de niños nacidos fuera del matrimonio.

Pero vayamos un poco más lejos. Una vez sea aprobado el matrimonio homosexual, ¿acaso no debería ser aprobado también el derecho a adopción que tienen esas parejas legalmente casadas? Pero como bien ha dicho alguien, un niño no es un medio para que los adultos sean felices, sino que es un fin en sí mismo.

Si un niño necesita crecer en el contexto de un padre y una madre, privarlo de ese beneficio por egoísmo “adultocéntrico”, no es otra cosa que un atentado con los derechos del niño. Tendremos que esperar años para ver el impacto que este nuevo paradigma de familia producirá en la vida de los niños y niñas que viven en ese contexto, y no deja de ser algo cruel estar haciendo con ellos este tipo de experimento social.

Pero no solo eso. Una vez decidamos redefinir el matrimonio para permitir que las parejas del mismo sexo se casen, ¿cómo podremos impedir otros tipos de combinaciones?

Por ejemplo, leí recientemente el caso de un hombre casado con una mujer, madre de sus hijos, pero que al mismo tiempo es homosexual y tiene relación con un hombre. ¿Por qué vivir a escondidas? ¿Por qué no casarse todos entre ellos, de manera que los hijos puedan tener dos padres en vez de uno? ¿O por qué debemos impedir la poligamia? ¿O grupos de hombres y mujeres, todos casados entre sí?

Las ideas tienen consecuencias. Y lo que nos ha movido estar hoy aquí no es una cultura de odio, ni mucho menos un fanatismo religioso, sino una sincera preocupación por el país que amamos y por el legado que estamos dejando a las generaciones futuras.

Quiera el Señor que muchos puedan ponderar con objetividad nuestros argumentos, no sea que terminemos extraviados, creyendo que vamos transitando por la senda del progreso, pero dirigiéndonos más bien hacia una sociedad neo barbárica. Muchas gracias.


[1] Citado por Nancy Pearcey; Saving Leonardo ( Nashville Tennessee, Publishing Group, 2010), pg. 9.

[2] Donald Carson; Becoming Conversant with the Emerging Church; pg. 69.

[3] C. S. Lewis;La Abolición del Hombre (Santiago de Chile, Editorial Andrés Bello, 2000), pg. 32..

[4] Albert Mohler; Culture Shift (Colorado Springs, Multnomah Books, 2008), pg. 17.